lunes, 21 de noviembre de 2016

ARGENTINA

La isla de los penachos
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Cerca de la costa deseadense anida una colonia de curiosos pájaros de mechón amarillo sobre los ojos y andar oscilante. Son pingüinos que llegan todos los años siguiendo su alimento y se reproducen sobre estas rocas volcánicas, brindando un asombroso espectáculo natural en una tierra desierta, donde solo queda un faro como testimonio del paso humano.

Punto de partida, en la ría Deseado, para la navegación por mar abierto hacia la isla Pingüino.
Pingüinos de Magallanes, los primeros que se ven en sus nidos, con el faro de fondo.


La isla Pingüino no hay muelle. Cuando llegamos, el bote semirrígido se acerca a unas piedras resbalosas y, como en un ejercicio de yoga, hay que concentrar toda la fuerza en el pie para no caerse. Algunas piedras están cubiertas de un musgo verdoso al que la suela de la zapatilla no se adhiere y contra las rocas se estrellan pequeñas olas de agua muy fría. El primer paso ya está dado y hay que seguir. Roxana, nuestra guía, nos extiende la mano para hacer más fácil el traspaso. Caminar sobre las piedras es un ejercicio de elección constante: acá si, acá no, mejor allá, cuidado ahí. Cuando tocamos tierra todavía tenemos puestos los chalecos salvavidas.

En esta isla que está 25 kilómetros al sur de Puerto Deseado (2000 kilómetros al sur de Buenos Aires) y hoy es área protegida funcionó, durante la primera mitad del siglo XX, un apostadero naval y un faro de la marina. También acá venían los cazadores de lobos marinos a buscar sus presas. Procesaban la grasa en un tanque de ladrillos que todavía está en pie. Los restos de esas construcciones abandonadas se ven a lo lejos, desde el bote, y son el único elemento disruptivo en un paisaje, por lo demás, salvaje. “La idea del viaje es mirar todo, vamos a aprender un montón, pero siempre cuidando la fauna. 

Acá no hay vallas, ni alambres, los límites los ponemos nosotros o los ponen ellos: un huevo, un nido, es un límite. No tocamos nada. Si vemos un huevo fuera de un nido lo dejamos ahí, porque es la naturaleza”, explica Roxana antes de que nos larguemos a caminar por la isla. El pelo rubio ceniza se le escapa por debajo del gorro de polar y unos lentes negros le protegen los ojos del sol patagónico. Durante la navegación, que duró unos 40 minutos adormecidos, el frío fue duro. Ahora son las diez de la mañana y a medida que avanzamos empezamos a sacarnos las camperas.


Una pareja de penachos amarillos, parte de la numerosa colonia que llega cada primavera.


CRUCE DE PINGÜINOS 

Frente a nosotros se abre el “camino del guano”, por el que transitaban en el siglo XIX los recolectores de excremento de aves marinas. Empezamos a caminar y nos frenamos de golpe: un pingüino de Magallanes cruza muy tranquilo. “Los pingüinos siempre tienen prioridad de paso”, nos advierte Roxana. A nuestra derecha, vemos un grupo de ocho pingüinos caminando en fila recta, en paralelo al sendero. A lo lejos hay otro que cruza el camino, pega un salto para esquivar una piedra y sigue adelante. Están por todos lados: solo en esta isla viven unos diez mil pingüinos de Magallanes. Roxana nos pide que no los estresemos, porque están en período de reproducción, incubando sus huevos: “No es necesario ponerles la cámara de fotos en la cara”.

Los machos llegan todos los septiembres a la isla. Vienen desde Brasil, siguiendo la ruta de la anchoíta, que es su alimento. Llegan tras la anchoíta y se irán tras la anchoíta. En octubre viene la hembra, que reconoce a su pareja por el sonido de su graznido: no hay dos pingüinos con la misma voz. Ponen el huevo y el macho baja al agua a alimentarse, porque lleva 45 días sin comer. La hembra queda incubando y cuando su pareja vuelva, cuatro días después, se turnarán para comer.
Hay algo extraño en ver a los pingüinos en un paisaje así, sin nieve, anidando sobre la tierra o en manchones de pasto. Algunos están acostados sobre sus huevos, mientras que otros están parados, con las alas levemente abiertas y los ojos fijos. Bajo los ojos tienen una mancha rosa. Por ahí, por debajo de las alas y por las patas, donde no tiene plumas, están liberando calor. Pueden pasar horas estáticos en esa posición. Mientras Roxana nos explica cómo es posible distinguir un macho de una hembra (“el macho tiene la frente alta y cuadrada, la hembra, redondeada”) unas aves marrones sobrevuelan la isla. Son los skúas, los únicos predadores de esta colonia de pingüinos, que se alimentan de sus huevos y pichones.


Pingüinos de Magallanes, los primeros que se ven en sus nidos, con el faro de fondo.


LA FRONTERA 

El faro, ubicado en la parte más alta de la isla, marca una línea imaginaria de división. De este lado, más llano, viven los pingüinos de Magallanes. “Como les dice la gente, los comunes”, se ríe Roxana. Después del faro, la isla tiene una cara más rocosa y sobre el acantilado vive la colonia de pingüinos de penacho amarillo, que se formó hace treinta años, con la llegada de ochenta parejas. Hoy son más de mil. La colonia más grande está en Malvinas y los biólogos creen que los primeros ejemplares llegaron hasta Puerto Deseado buscando alimento. 

“Toda esta isla emergió del mar”, dice Roxana cuando nos sentamos cerca (muy cerca) de la colonia de pingüinos de penacho amarillo. Estamos sobre pórfido rojo, roca volcánica que enfrió rápido y por eso no tiene brillo. El rojo de la roca, el verde de la vegetación, el azul del mar y el liquen, que acá es amarillo por la gran cantidad de guano: la combinación de estos cuatro colores la enloqueció cuando vino por primera vez a la isla, como turista, hace unos años. En ese momento, trabajaba como guía en Península Valdés. “Cuando conocí la isla supe que quería venir acá todos los días”, asegura. 

Durante una hora, tomamos mate cerca de los pingüinos. Roxana insiste en que no debemos dejar ningún tipo de residuo y que “todo vuelve con nosotros a Puerto Deseado”. Las características de esta parte de la isla nos permiten un acercamiento mayor a los animales: del otro lado, los pingüinos de Magallanes anidan entre los arbustos, a lo largo y lo ancho de la parte más llana de la isla, y aunque están cerca, no es tan fácil tener una vista de la colonia en general. Acá, en cambio, tenemos frente a nosotros a más de un centenar de pingüinos de penacho amarillo, parados o echados sobre la roca, y podemos observarlos desde cerca sin molestarlos. No hay silencio sino un graznido a coro que no se detiene.


VIDA ANIMAL 

Parado sobre otra piedra, más cerca del mar, un pingüino está ensangrentado por completo. Tiene las alas levemente desplegadas y el pico abierto, pero no sale ningún sonido. El pecho se le infla y desinfla. Quizás tuvo una pelea -esta especie de pingüinos es una de las más agresivas-, quizás se lastimó en el agua. Parece angustiado, pero Roxana me explica que, en realidad, está estresado. Cerca de él, algunos duermen (parados, con la cabeza echada hacia atrás) y otros se limpian las plumas en pareja. Con ojos humanos, parece que están sin hacer nada durante horas: detenidos sobre la roca, con la vista fija en algún punto, durmiendo de a ratos, incubando sus huevos o simplemente liberando calor con las alas abiertas hacia atrás. 

Elijo uno para seguir con la mirada. Está parado junto a su pareja: dos cuerpos mullidos de unos 50 centímetros y menos de cuatro kilos, con las plumas negras y blancas brillantes. Tienen cara de malos: es el efecto del penacho, una ceja amarilla, casi fosforescente, que se convierte en breve cresta punk y contrasta con los ojos rojos. De repente, otro pingüino se acerca demasiado a ellos. Mi pingüino empieza a graznar: abre las alas y desplaza su cabeza hacia adelante mientras abre el pico. 

La hembra, a su lado, está inmutable. El rival se aleja y todo parece volver a la normalidad. Pero unos minutos después, el intruso no solo vuelve sino que trae ramas en el pico: quiere hacer un nido. Entonces sucede algo maravilloso: después de un par de intercambios de graznidos, cada vez que el rival deja frente a él un puñado de ramas para anidar y sale a buscar más, mi pingüino se las roba con el pico.

Ostrero negro, emblemático de este rincón patagónico, hábitat de numerosas aves marinas.

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